En cuanto a los comunistas de los países occidentales, veíamos aquel proceso, no con
perplejidad y confusión, pero sí con sentimientos encontrados. Por una parte
comprendíamos lo que pasaba; estábamos de acuerdo en que habían existido en aquel
sistema que caía muchas cosas vituperables. Comprendíamos que los pueblos anhelaban
una serie de cosas que les habían sido negadas hasta entonces: la sociedad de consumo,
la libertad política, en algunos casos también la libertad religiosa, por no mencionar los
derechos nacionales de algunos grupos étnicos... Indudablemente veíamos como
positivo que se restableciesen los derechos conculcados y que se barriesen muchas
cosas que habían deshonrado al Socialismo y al Comunismo.
Pero por otra parte sentíamos el temor de que junto con el agua sucia sc arrojase
también la criatura. Con razón, temíamos que pagasen las culpas del sistema totalitario,
que no tenia ningún derecho a seguir existiendo, una serie de cosas que tenían que
seguir existiendo: las instituciones de carácter verdaderamente socialista que
garantizaban la seguridad y los derechos sociales del pueblo, la seguridad en el trabajo,
una sanidad y una enseñanza igualitaria y garantizada para todos, el control público de
los medios de producción para evitar la existencia de clases poseedoras privilegiadas.
Por desgracia también todo eso fue barrido por la misma marea de destruyó el sistema
político. El sistema político podía cambiarse y permanecer, no obstante, el sistema
social. De hecho, eso fue lo que ocurrió en España cuando el franquismo fue
reemplazado por una democracia; el sistema social -capitalista en este caso- permaneció
invariable. Pero resultó claro que para muchos de los poderes que apoyaban y
apadrinaban los cambios en Europa Oriental lo que interesaba no era tanto el cambio
político como el económico-social, es decir la destrucción de las estructuras socialistas
para la implantación de un capitalismo puro y duro.
Las consecuencias no tardaron en evidenciarse muy dañinas para los pueblos que habían
apoyado el cambio con gran esperanza e ilusión. La liberalización del mercado y el
restablecimiento de la propiedad privada de los medios de producción originaron lo que
siempre originan en todas partes: concentración de la propiedad y la riqueza en unas
pocas manos, en muchos casos manos extranjeras, con el consiguiente despojo y
empobrecimiento de la mayoría de la población, crecimiento del paro, la marginación y
la criminalidad, pérdida de seguridad y derechos sociales, insolidaridad, proliferación de
grupos para-fascistas y mafias criminales, debilitamiento y desaparición de las
organizaciones obreras... Resumiendo esta situación, podría decirse que las masas
populares de esos países ex-socialistas habían contando que emprendiendo el cambio al
sistema capitalista, a la vez que accedían a las libertades democráticas no arriesgaban
los derechos sociales que habían adquirido. La amarga experiencia para ellos es que
esos derechos no estaban garantizados contra los cambios que realizaron. Si bien no son
incompatibles -ni tienen por que serlo- con la democracia y con el grado más amplio de
libertad que se pueda conseguir, sí lo son con el capitalismo pues éste, por su propia
naturaleza, se basa en la búsqueda de la mayor ganancia posible en feroz competencia
de los unos contra los otros. Todas las ganancias que se pueden conseguir en este
sistema son siempre «la parte del león», es decir, el resultado de una lucha en la que la
victoria y las ganancias de unos se basan en la derrota y el expolio de otros.