Causó bastante sensación en el mundo el resultado de las últimas elecciones
presidenciales en Polonia. El hasta ahora Presidente Lech Valesa fue derrotado por el
candidato de la oposición, Aleksander Kwasniewski, perteneciente al partido de los
antiguos comunistas de ese país. Lo sensacional de esa noticia reside en el hecho de que
PoIonia fue donde se inició, en la década de los ochenta, el proceso de derrumbamiento
de los regímenes comunistas de Europa Oriental que culminaría, a comienzos de esta
década de los noventa, con la caída de todo bloque socialista y la implantación del
capitalismo en esa zona. Walesa, primero coma líder del sindicato «Solidanorsc» y
después como Presidente del país, fue siempre el candidato de los sectores más
reaccionarios de la sociedad polaca, muy representados por la Iglesia de ese país; era
amigo personal y ahijado político del Papa Wojtila.
Los sectores procapitalistas de todo el bloque oriental supieron capitalizar políticamente
el fracaso económico y los errores de los gobiernos comunistas de Europa Oriental.
Checoslovaquia, Alemania Oriental, Bulgaria, Hungría, Albania, Rumanía... la propia
Unión Soviética, vieron en pida sucesión culminar el desprestigio de la ideología
marxista-leninista, arruinarse los regímenes comunistas, establecerse poderes de factura
burguesa con el aplauso del Banco Mundial, el Vaticano, el imperialismo, y lo que es
peor, con la sincera simpatía y esperanza de todos los pueblos, así en Oriente como en
Occidente. Los cambios políticos emprendidos en esos países eran presentados como
una victoria, no del capitalismo, sino de la democracia. Es indudable que el llamado
«socialismo real» no se había distinguido precisamente por el imperio de las libertades
democráticas. Los propios comunistas de esos países se apresuraron a avergonzarse de
su pasado y muchos de ellos se integraron en los nuevos partidos creados para participar
en el recién instaurado sistema democrático. Los que más cerca se mantuvieron de las
posiciones anteriores renunciaron, no obstante, al título de comunistas y se presentaron
desde entonces como socialistas o socialdemócratas. Parecía que todos estaban conten-
tísimos con los cambios efectuados, y se empezó a hablar del comienzo de una nueva
época, un «nuevo orden internacional».
Los pueblos que durante varias décadas habían vivido en aquel sistema socialista
evidenciaron grandes ansias de acceder a las formas de propiedad privada existentes en
Occidente y que hasta entonces les habían estado vedadas. Se consideraba que sería un
gran factor de progreso la restauración de la propiedad privada de los medios de
producción. En resumen, se respiraba un ambiente de optimismo perfectamente
reflejado y simbolizado por la caída del Muro de Berlín. Aquel estado de euforia se
parecía un tanto al estado de ebriedad, alguien describió entonces aquella situación
como una «borrachera de libertad».
En cuanto a los comunistas de los países occidentales, veíamos aquel proceso, no con
perplejidad y confusión, pero con sentimientos encontrados. Por una parte
comprendíamos lo que pasaba; estábamos de acuerdo en que habían existido en aquel
sistema que caía muchas cosas vituperables. Comprendíamos que los pueblos anhelaban
una serie de cosas que les habían sido negadas hasta entonces: la sociedad de consumo,
la libertad política, en algunos casos también la libertad religiosa, por no mencionar los
derechos nacionales de algunos grupos étnicos... Indudablemente veíamos como
positivo que se restableciesen los derechos conculcados y que se barriesen muchas
cosas que habían deshonrado al Socialismo y al Comunismo.
Pero por otra parte sentíamos el temor de que junto con el agua sucia sc arrojase
también la criatura. Con razón, temíamos que pagasen las culpas del sistema totalitario,
que no tenia ningún derecho a seguir existiendo, una serie de cosas que tenían que
seguir existiendo: las instituciones de carácter verdaderamente socialista que
garantizaban la seguridad y los derechos sociales del pueblo, la seguridad en el trabajo,
una sanidad y una enseñanza igualitaria y garantizada para todos, el control público de
los medios de producción para evitar la existencia de clases poseedoras privilegiadas.
Por desgracia también todo eso fue barrido por la misma marea de destruyó el sistema
político. El sistema político podía cambiarse y permanecer, no obstante, el sistema
social. De hecho, eso fue lo que ocurrió en España cuando el franquismo fue
reemplazado por una democracia; el sistema social -capitalista en este caso- permaneció
invariable. Pero resultó claro que para muchos de los poderes que apoyaban y
apadrinaban los cambios en Europa Oriental lo que interesaba no era tanto el cambio
político como el económico-social, es decir la destrucción de las estructuras socialistas
para la implantación de un capitalismo puro y duro.
Las consecuencias no tardaron en evidenciarse muy dañinas para los pueblos que habían
apoyado el cambio con gran esperanza e ilusión. La liberalización del mercado y el
restablecimiento de la propiedad privada de los medios de producción originaron lo que
siempre originan en todas partes: concentración de la propiedad y la riqueza en unas
pocas manos, en muchos casos manos extranjeras, con el consiguiente despojo y
empobrecimiento de la mayoría de la población, crecimiento del paro, la marginación y
la criminalidad, pérdida de seguridad y derechos sociales, insolidaridad, proliferación de
grupos para-fascistas y mafias criminales, debilitamiento y desaparición de las
organizaciones obreras... Resumiendo esta situación, podría decirse que las masas
populares de esos países ex-socialistas habían contando que emprendiendo el cambio al
sistema capitalista, a la vez que accedían a las libertades democráticas no arriesgaban
los derechos sociales que habían adquirido. La amarga experiencia para ellos es que
esos derechos no estaban garantizados contra los cambios que realizaron. Si bien no son
incompatibles -ni tienen por que serlo- con la democracia y con el grado más amplio de
libertad que se pueda conseguir, sí lo son con el capitalismo pues éste, por su propia
naturaleza, se basa en la búsqueda de la mayor ganancia posible en feroz competencia
de los unos contra los otros. Todas las ganancias que se pueden conseguir en este
sistema son siempre «la parte del león», es decir, el resultado de una lucha en la que la
victoria y las ganancias de unos se basan en la derrota y el expolio de otros.
Los pueblos de Europa oriental han de constatar hoy amargamente que el resultado del
engaño en el que incurrieron está siendo que se enriquecieron algunos desaprensivos, se
beneficiaron las multinacionales del mundo capitalista, se reforzó el imperialismo,
sufrieron un gran revés las fuerzas revolucionarias y progresistas en todo el mundo, y
ellos quedan en peor situación de la que tenían hace diez años.
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partes bajo etiquetas de ex-comunista, socialists o socialdemócrata. La reciente
victoria del Partido Comunis-ta ruso en las elecciones es especialmente significativa.
Pero no cabe ser excesivamente optimista sobre el alcance real de todo esto. La
recuperación de las posiciones y los valores de la izquierda revolucionaria y liberadora
no va a ser tan pida y espectacular como la caída de los regímenes comunistas hace
cinco años. Las clases dominantes del sistema imperialista saben lo que quieren y la
manera de conseguirlo; no van a cometer errores como los que cometió el proletariado.
Las victorias electorales de la izquierda no van a significar nada positivo en lo que se
refiere a cambio económico-social. El sistema económico imperante seguirá siendo el
capitalismo en todos esos países del bloque oriental europeo. Hoy no existen las
condiciones objetivas para restaurar allí un sistema económico alternativo. Los líderes
de los partidos de izquierdas victoriosos se apresuran a hacer declaraciones por las que
se intenta tranquilizar a los que temen la vuelta del comunismo, y prometen (salvo quizá
(únicamente en el caso ruso) que no se tocará el sistema de propiedad privada e incluso
que seguirá privatizándose la industria pública. Recuérdese que muchos de esos
políticos hoy se declaran «socialdemócratas», «no comunistas». Es muy posible que
sean sinceros cuando dicen que no quieren restaurar el sistema comunista de propiedad
pública. Pero es el caso que aunque quisiesen no podrían.
La construcción de un sistema más justo que este capitalismo que hoy constituye una
pesada cruz para todos los pueblos del planeta será una tarea larga y difícil, y será el
resultado de la acción combinada y de la lucha de todos los pueblos, tanto de Oriente
como de Occidente, de los pueblos explotados y marginados de Sur y de las clases y
sectores explotados del Norte. Será una lucha en la que no venceremos si no nos
volcamos todos con toda nuestra capacidad y decisión.
Diciembre de 1995